Nunca llegó a averiguar quién era.
No tuvo tiempo de estudiar la ruta
de los mares profundos en su cartografía
ni el mecanismo
que la piel ocultaba a sus ojos inquietos.
Ella fue sólo un número
-vestido de ternura-
que añadir a la suma,
un estreno festivo de sedas y amapolas.
Después, el ritual -ya conocido-
de su pubis de arándanos,
que se fueron agriando en la costumbre.
Sin conocerla,
la fue desconociendo poco a poco,
hasta desvanecerse,
confundida en el blanco de la almohada.
Ignoró el instante que sucede a la brisa,
cuando la mar se abre como un cráter
y muestra sus tesoros.
Se fue sin escuchar el canto puro
que brota -y justifica de algún modo la vida-
con la última sangre del roto corazón.
Era demasiada mujer para su prisa.