Me vigilan, siento la quemadura
de sus ojos, clavados
bajo mi occipital cual un
serrucho;
¡ay!, desconfían de mí.
Detrás de la maraña de rayos
de colores
-bosque encantado, fantasía
pueril
en cuya jaula he sido
cautiva con Pinocho-
yace, en la impudicia de una
sala de autopsias,
el cuerpo del delito, los
labios de la herida,
sus cavernas, sus fluidos
pesados.
Ante la exposición mundial
de la desolación
el sarpullido escama a algún
amigo,
y los más puros dudan
de una realidad que les
inquieta.
Querrían absolverme,
olvidar que el amor
es más que bendiciones,
vino, flores,
y gimnasia los sábados;
que es también cocodrilo de
afilados colmillos,
dentellada en la burbuja del
placer,
la destrucción del cuerpo en
el abrazo.
Se preguntan si todo ha sido
un fraude,
una ficción urdida mientras
llega el gran sueño,
y no existió jamás la
idolatría ,
el pecado de un amor tan
extremo
que sobrevive a la propia
muerte.
Especulan si seré quien digo
ser,
suponen que hablo de otros
y he fingido una pasión sin tregua,
arrasadora, que a ellos les
repugna.
Y yo debo aceptar cuanto
imaginan,
porque el poema
-un latido fuera de la
matriz del corazón-
ya no me pertenece, sólo es
suyo.
Perdonadme, quería decir
vuestro.
Elvira Daudet 22 -6-2012