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lunes, 25 de junio de 2012

EL CUERPO DEL DELITO



Me vigilan, siento la quemadura
de sus ojos, clavados
bajo mi occipital cual un serrucho; 
¡ay!, desconfían de mí.
Detrás de la maraña de rayos de colores
-bosque encantado, fantasía pueril
en cuya jaula he sido cautiva con Pinocho-
yace, en la impudicia de una sala de autopsias,
el cuerpo del delito, los labios de la herida,
sus cavernas, sus fluidos pesados.

Ante la exposición mundial de la desolación
el sarpullido escama a algún amigo,
y los  más puros dudan
de una realidad que les inquieta.
Querrían absolverme,
olvidar que el amor
es más que bendiciones, vino, flores,
y gimnasia los sábados;
que es también cocodrilo de afilados colmillos,
dentellada en la burbuja del placer,
la destrucción del cuerpo en el abrazo.

Se preguntan si todo ha sido un fraude,
una ficción urdida mientras llega el gran sueño,
y no existió jamás la idolatría ,
el pecado de un amor tan extremo
que sobrevive a la propia muerte.
Especulan si seré quien digo ser,
suponen que hablo de otros
y he fingido  una pasión sin tregua,
arrasadora, que a ellos les repugna.

Y yo debo aceptar cuanto imaginan,
porque el poema
-un latido fuera de la matriz del corazón-
ya no me pertenece, sólo es suyo.
Perdonadme, quería decir vuestro. 

Elvira Daudet        22 -6-2012

sábado, 9 de junio de 2012

ORIGEN




A los mineros en lucha



Aunque mi signo es de aire, paradójicamente,

vengo de las entrañas mordidas de la tierra,

de la honda caverna descarnada

situada diez pisos más abajo

del reino de las ciegas alimañas,

y el grisú venenoso de la mina;

el polvo del carbón es mi sustancia.



Los hombres que me dieron su apellido

fueron todos mineros desde niños

- ojos enrojecidos, enfermos de tinieblas,

sin pestañas, donde la luz es una cicatriz,

un lejano recuerdo que aún duele en la retina-

y sólo abandonaron la negrura del pozo

para luchar en guerras diferentes,

aunque fueran la misma;

que todas las perdieron es ya historia.

Derrota tras derrota, regresaban

-los que no tuvieron la suerte de morir

en la batalla o luego en la prisión-

más viejos y humillados. O lo hacían sus hijos,

con su orfandad y su derrota a cuestas,

como una herencia amarga, irrevocable.

En aquel agujero vecino del infierno,

despiadado, vivieron su dolorosa infancia,

rebeldes sometidos,

y aprendieron a odiar a los tiranos

antes de que el amor les golpeara.



Por encima pasaron los inviernos,

los veranos, la vida ajena a ellos,

mientras se hacían hombres en la mina,

con un disfraz oscuro que crecía con ellos,

royendo la esperanza de la revolución.

- ¡Qué terquedad en repetir la historia

sin futuro de sus padres,

en vez de hacerse hombres de provecho!,

procurador en cortes o ingeniero

son oficios más limpios y tienen menos riesgo-.

Arriba,

prácticamente a la altura del cielo,

la primavera esmaltaba de verdes la campiña,

las muchachas lavaban en el río

con sus manos de lirio adolescente.

Aunque era imposible mirar hacia lo alto,

ellos lo presentían

en el ciego y preciso calendario

de su desordenado corazón.



Polvo a polvo, eslabón a eslabón

de una larga cadena de dolor y miseria,

huésped de un azaroso viaje,

yo soy el resultado del fracaso obstinado

de una casta de pobres orgullosos de serlo,

su pasado impregna mis tejidos

del mismo zumo acre de la hulla

y los gases letales bullen en mi cerebro.



La sangre que fue suya y ahora me pertenece,

ese río remoto y poderoso

que llegó a mis arterias a través de los siglos,

cuerpo a cuerpo, era negra y esclava

hasta que un día, con la primera luz,

abrió los ojos

y vio la abrumadora, la insoslayable realidad,

antes de derramarse generosa.

Ese caudal de polvo ennegrecido

guerrea en mi interior con otra sangre,

más pulida y brillante, aunque igualmente pobre.

Al fin todos venimos de un viaje milenario

con origen común en las cavernas;

el mismo rey desciende de un primate.